Descubre las técnicas para apreciar todos los sabores del vino

Cómo apreciar el sabor del vino

El sabor del vino no sólo procede de la variedad o variedades de uva con las que está elaborado. Si al probarlo prestamos atención a todas las sensaciones que percibe nuestra lengua y nuestro paladar, encontraremos pistas sobre el suelo que vio crecer las viñas, los recipientes donde se realizó la crianza y hasta el tipo de elaboración.  

En primer lugar, debes saber que el vino no sabe igual que la uva porque sus sabores proceden de los estereoisómeros. Estos compuestos aromáticos se producen durante la fermentación, cuando el azúcar del mosto se convierte en alcohol. Pero, ¿no estábamos hablando del sabor y no del aroma? Sí, pero no sólo advertimos estos compuestos químicos por el olfato, sino que, con el calor del interior de la boca, se liberan y son sentidos en la zona retronasal.  

Aclarado este tecnicismo, podemos asegurar que los sabores del vino, como los de todo lo que ingerimos, son una combinación de notas dulces, saladas, ácidas, amargas y umamis. Veamos cómo saborear un vino. 

Lo que te dice en la boca 

Para saber qué sabor tiene el vino que hay en tu copa, te recomendamos que tomes un pequeño sorbo y lo pasees lentamente por el interior de la boca. Si puedes –es complicado al principio— intenta tener algo de aire en la cavidad bucal y general un ligero movimiento de gárgaras. Así podrás ir desvelando cada uno de sus matices. Básicamente, encontrarás una combinación de estos sabores: 

  • Dulce: absolutamente todos los vinos tienen azúcar, puesto que está presente en la uva. Dependiendo del tipo de vinificación, presentará más o menos cantidad, que percibiremos en forma de dulzor en el vino. Es el primer sabor que localizamos, directamente en la punta de la lengua. De menos a más dulzor, hablaremos de vinos secos, semisecos, semidulces y dulces. Estos últimos se solían armonizar con postres aunque, por contraste, son deliciosos con alimentos salados. 
  • Ácido: lo notarás en los lados de la lengua. Si lo aprecias de forma clara, es una magnífica señal, porque los buenos vinos poseen una acidez reconocible. De hecho, la falta de acidez indica que el vino está apagado y es de mala calidad. Por el contrario, si la acidez es correcta, el vino será fresco, perfecto para potenciar los sabores de la comida y reducir la sensación grasa de algunos alimentos, como las chacinas o los quesos. 
  • Salado: esta característica es la más difícil de detectar por el consumidor no muy avezado, pero forma parte también del sabor del vino. Se aprecia en la zona media de la lengua y es más perceptible en vinos procedentes de suelos volcánicos o semidesérticos, debido a la gran cantidad de sales minerales presentes en estos terrenos.  
  • Amargo: cuando el vino baña la zona más profunda de la boca, al final de la lengua, aparece el amargor, debido principalmente a los taninos. Confiere profundidad al vino y un final persistente. Un vino con taninos marcados hará frente con éxito a alimentos de sabores fuertes o, por afinidad, a comidas amargas como la berenjena o el repollo. 
  • Umami: el tan traído y llevado quinto sabor existe. Se nota en el centro de la lengua y se expande después por toda la cavidad bucal. Traducido del japonés sería algo así como “sabroso” o “delicioso” y es el que nos hace salivar y querer seguir comiendo —o bebiendo— más de eso tan rico. Está presente en muchos alimentos fermentados, y el vino lo es. Los vinos de larga crianza pueden presentar los aminoácidos que nos hacen sentir ese irresistible sabor “umami”. Así que, ¡ojo!, no te dejes arrastrar demasiado. 

Sabores primarios, secundarios y terciarios 

Dejando atrás la anatomía de nuestra boca y cómo percibimos los diferentes sabores, los catadores los agrupan en tres grandes bloques: primarios, secundarios y terciarios. La combinación de los tres se traduce en un abanico infinito de posibilidades, desde blancos ligeros y frescos con sabor a fruta blanca a tintos que saben a café y chocolate. 

Los sabores primarios proceden de la variedad de uva y del proceso de fermentación. Evocan distintos tipos de fruta (roja, negra, de hueso, cítrica…), flores, vegetales, minerales y especias. 

Los secundarios se derivan de la técnica de vinificación. El uso de madera puede aportar notas de vainilla, canela, chocolate, clavo, nuez moscada o, simplemente, recuerdos tostados. La fermentación maloláctica, por su parte, genera sabores lácteos y mantecosos. O, en los , el contacto con las lías genera sabores “de panadería”, que nos recuerdan al brioche o a las galletas. 

Finalmente, los sabores terciarios aparecen con la edad. Son “las arrugas del vino”. Algunos lo favorecen y otros deslucen el resultado. Si el envejecimiento ha sido oxidativo, a través de la microoxigenación que permiten las barricas, podremos percibir notas de caramelo, frutos secos, café o tofe. Si ha sido en botella —anaeróbico— pueden presentarse sabores de pasas, tabaco, cuero, tierra o los no tan apreciados sabores a gasolina o humedad. 

En cualquier caso, el gusto personal es subjetivo. Lo importante es probar, experimentar, y aprender a distinguir qué sabores son nuestros favoritos. Así disfrutaremos siempre de un vino adecuado a nuestra propia satisfacción. 

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